Tramas del fin del mundo: estética e imaginarios de la crisis civilizatoria

Serie “Colapso”, Les Parasites, 2020

Un pequeño grupo de sobrevivientes a la gran catástrofe lucha por su vida. Sólo unos pocos logran atravesar las adversidades, después de mucho sufrimiento. Esta descripción, propia del arquetípico “camino heroico” presente en el guión cinematográfico clásico, ha cobrado en las últimas décadas un cariz muy particular. Los héroes del siglo XXI y de las distopías futuristas ya no sólo se enfrentan a la amenaza de la guerra, las invasiones extraterrestres o los monstruos. Se enfrentan, ni más ni menos, al colapso de la civilización.

La creación artística refleja, encarna y actualiza, la perspectiva epocal. Así, la imaginería colapsista emerge con fuerza en la cultura visual. Se multiplican las series, películas y documentales que nos anuncian la crisis global, donde sólo unos pocos sobreviviremos. Algunas de estas distopías suponen un futuro tecnológico espeluzante, como Black Mirror (2015). Otras, como Colapso (Francia, 2020) proponen el abrupto y trágico fin de todo el mundo conocido, pese a las advertencias de científicos y activistas.

Esta oleada colapsista pone de manifiesto una estética catastrofista y escatológica de la relación entre naturaleza y sociedad, tanto en su afán de crear conciencia como de ganar audiencia. La dicotomía sociedad/naturaleza, en el contexto de crisis civilizatoria, nos muestra una naturaleza que se rebela contra el sacrilegio humano de su profanación. Nuestra ambición será castigada y será nuestro fin (o casi). O somos como un virus, o somos estúpidos: en cualquier caso, nos merecemos la extinción.

La cultura visual colapsista y distópica ofrece al menos tres guiones o “caminos heroicos” para enfrentar esta amenaza. En el primero, el individuo se asegura cuanto es posible los medios para sobrevivir (“solos contra el mundo”, nos repiten los guiones estadounidenses). Este es el camino de los millonarios que tienen seguros, búnkers o islas donde ir a refugiarse; y de los humanos excepcionales, particularmente inteligentes, fuertes y ágiles, capaces de resistir las fuerzas desatadas de la naturaleza y de vencer a otros en la competencia por sobrevivir. Un segundo camino es el que siguen los individuos responsables, ilustrados, conscientes y moralmente intachables (o al menos, en camino de serlo), que supieron ver las señales del final cuando nadie las veía y que gracias a esta sabiduría, se convierten en líderes del pequeño grupo de sobrevivientes.

Como la mayoría de nosotros no somos millonarios, suprahumanos o intachables, nos queda el tercer camino, semejante al advertido por el canon romántico de la literatura en los inicios de la Ilustración. Este es un camino marcado por la angustia, el miedo, la tristeza, el tedio. “Tú conoces, lector, este monstruo delicado. ¡Hipócrita lector, mi semejante, mi hermano!”, nos interpelaba Baudelaire en Las Flores del Mal. Aquel que lo sigue queda atrapado en las primeras etapas del duelo frente al colapso, preso de un dolor o una resignación paralizantes. Abrumado por la información y la incertidumbre, este individuo se siente demasiado pequeño para incidir, demasiado habituado para cambiar, demasiado cansado para luchar. También se vuelve cínico frente a las alternativas, porque todo le parece insuficiente o fútil. “Eso está muy bien, pero de qué sirve frente a (x otro problema)”; “sólo unos pocos podrán irse al campo a cultivar su comida”, “igual tengo que trabajar” etc. Hasta la icónica Lisa Simpson sufre “ecoansiedad” y es tratada con antidepresivos.

Estos caminos no evitan el colapso ni ayudan a transitarlo. No son una salida, sino una manifestación del colapso. Por eso, es necesaria y urgente otra estética de la crisis, que abra nuestro abanico de posibilidades para atravesar la crisis desde una mirada menos escatológica, lineal y dicotómica. Históricamente, las crisis civilizatorias han tenido costos altos y desconocidos para sus habitantes. En todo momento, ha habido un relato colectivo, un sentir compartido, que nos ha permitido atravesarlas. Y nunca hemos podido hacerlo solos, porque de hecho no lo estamos.

No somos individuos ni estamos separados de nuestro territorio, al que mal llamamos “ambiente”. La separación entre sociedad y naturaleza, así como entre individuo y colectivo, son sólo ideas del mundo, pero no “el mundo”. Y esto es lo que está en crisis, porque la complejidad del mundo no cabe en esas dicotomías reduccionistas. Como bien sabían nuestras originarias ancestras, este mundo es un tejido, un entramado de afectaciones y co-influencias múltiples, donde nada ni nadie es demasiado pequeño o trivial. De hecho, a través de esta pantalla estamos entramados con los ríos, el carbón, el gas y el petróleo que hacen posible la electricidad. En este dispositivo también están los metales, el cobre, las tierras raras, el litio. Y las comunidades afectadas por la minería, con metales pesados en la sangre, con el cáncer instalándose en sus cuerpos. Y la falta de sindicatos, que hace posible la explotación de personas que transportaron y nos vendieron este dispositivo en el retail. Y ese dolor que sientes al darte cuenta de todo esto es el que te llevó a exigir cambios en nuestro país y que abrió camino al proceso constituyente. Todo está aquí y ahora. No hay separación “real”.

Estas experiencias de conexión, con todo su poder transformador, están presentes en las expresiones artísticas de múltiples colectividades y comunidades en resistencia frente a la crisis. El arte, cuando está al servicio de este “ser colectivo” y en movimiento, se devela en toda su capacidad transmutadora. Desde Chiapas a Petorca, de Rojava hasta Amazonas, los pueblos recitan, cantan y bailan su mirada del mundo; y de este modo la alimentan. Esto aprendimos en Octubre de 2019, cuando la revuelta. Todas las artes comunitarias se tomaron las calles, en todas las formas de expresión que como pueblo fuimos capaces de imaginar.

Considerando las restricciones de movimiento que supone la pandemia y la incertidumbre sobre lo que vendrá, será necesario co-crear otras narrativas e imaginarios que desborden la estética predominante (y paralizante) del colapso. Necesitamos guiones abiertos, tramas no lineales y colectivas, imágenes disidentes, performances desafiantes, registros de las resistencias que no vemos en la corriente colapsista principal. Esta no es una tarea trivial. La resistencia y la transformación social son cuestiones éticas y estéticas, no sólo racionales en el sentido moderno. Como bien ilustraba Goya, “el sueño de la razón produce monstruos”. Por eso, una estética integrada e imaginativa de la naturaleza, capaz de articular evidencias científicas, compromiso ético-político afectos y apertura al misterio de lo posible, es fundamental para atravesar el duelo ante la evidencia del fin, con la ternura radical que en tantos momentos de la historia humana nos ha permitido seguir viviendo. Podemos atravesar la crisis múltiple honrando las memorias de quienes desde el inicio de lo humano hasta hoy han danzado, narrado y actuado los múltiples guiones de la trama de la vida. Seguir haciéndolo es un desafío vital.

Por Maria Paz Aedo

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