La historia de los encuentros internacionales de los movimientos sociales en las últimas dos décadas — marcada por hitos como el Foro Social Mundial y más recientemente, las Cumbres de los Pueblos — dan cuenta de la necesidad de conexión y co-aprendizaje de los distintos movimientos y organizaciones sociales en términos “glocales”. Es decir, actuar local y pensar global, como estrategia para enfrentar los impactos adversos del patriarcado y de la globalización neoliberal en los distintos cuerpos y territorios.
Sin embargo, en esta búsqueda de convergencia y articulación, emergen separaciones y rupturas como derivadas de los énfasis aportados por distintos actores en varios ejes de tensión o “continuos”, como por ejemplo: teoría-práctica; institucionalizado-autogestionado; reformista-radical; saber académico-saber popular; y cambios a nivel micro-macro. Así acaba de suceder en Chile, donde en diciembre de 2019 tuvieron lugar dos encuentros paralelos al proceso de discusión de la COP 25: la Cumbre de los Pueblos y el encuentro de la Sociedad Civil por la Acción Climática (SCAC). Es posible interpretar estas separaciones como problemas o debilidades de los movimientos sociales; también, como condición inmanente de la diversidad.
Estos encuentros tienen en común la prioridad que otorgan a la racionalidad instrumental en el más clásico sentido moderno, para el abordaje de las tensiones y divergencias. En general, los distintos argumentos apelan a la generación de conciencia (subtexto: ilustración) para la transformación de las condiciones estructurales del sistema dominante, de forma predominantemente lógica y argumentativa. La discusión se centra en los fundamentos, enfoques, estrategias y tácticas que nos permitirían avanzar hacia futuros deseables. Estos encuentros convocan expresiones artísticas y performances, pero siempre marginales respecto de las discusiones políticas centrales, que se reflejan en una declaración o manifiesto final.
Sin embargo, la racionalidad instrumental — si bien necesaria — es insuficiente no sólo para diseñar futuros posibles, sino para habitar los presentes dinámicos y complejos de los movimientos. El abrupto estallido social chileno ha puesto en evidencia las dimensiones afectivas de las acciones políticas y las limitaciones de la racionalidad moderna clásica en su previsión y abordaje. ¿Qué análisis sociológico o político podía prever que la evasión en el metro desembocaría en el camino hacia un cambio constitucional? ¿Qué racionalidad habría permitido proyectar la expansión global de la perfomance feminista de Las Tesis?
Estos movimientos aparentemente inesperados parecen estar profundamente relacionados con las afectaciones de los cuerpos que encarnan las condiciones de explotación; y no sólo con la “conciencia de sí y para sí” en los términos de la razón moderna. Tampoco se trata de generación espontánea o irracionalidad, sino de una complejidad genealógica mayor. Siguiendo a Ahmed (2015), decimos que son los cuerpos agredidos los que gritan ¡basta, no más! en cada rincón del país y del mundo. Frente al abuso y al despojo, surgen “rebeldías emergentes de otras corporalidades que en sus estallidos rompen los escenarios naturalizados” (Navarro y Hernández, 2010: 89). Este poder de estos afectos, encarnados en mujeres que resisten con todas sus fuerzas la violencia patriarcal, colonizadora y capitalista; y que contra todo pronóstico construyen un mundo propio, fue lo que pude observar y aprender en el Primer Encuentro Internacional, Político, Artístico, Deportivo y Cultural de Mujeres que Luchan, realizado entre el 6 y el 9 de Marzo de 2018 en Chiapas, México. La realización de un segundo encuentro, que será entre el 26 y el 29 de diciembre de 2019; así como la vigencia de los aprendizajes que me dejó, motivan este relato.
En Enero de 2018 supe de la convocatoria, gracias a una compañera feminista y educadora popular. Juntamos entusiasmo y con otra compañera más, llegamos de día a Tuxtla y de noche al caracol de Morelia, tras un largo recorrido por caminos serpenteantes en la antigua Aguascalientes. Al llegar, cientos de mujeres esperaban en la fila de inscripción y escuchamos un rumor: hemos llegado más de 6 mil, y las zapatistas habían previsto menos de mil mujeres. Nos instalan en carpas y un galpón, copando el lugar. Hace frío, como cada noche que vendrá.
La mañana comienza temprano con un café colectivo y con la convocatoria al acto inaugural, en el centro del caracol. Somos tantas, que nuestra sola presencia nos conmueve. Sonreímos, con la alegría de reconocernos y sentirnos cómplices en este hito. En cuanto aparece el sol, el calor apremia. Pienso en la resistencia y la urgencia que deben tener los cuerpos que resisten luchando en este clima.
Frente al escenario vemos varias filas de mujeres con sus pasamontañas negro y sus vestidos de todos los colores posibles, como cuerpo que es uno solo y distintos a la vez. La comandanta abre el encuentro honrando la memoria de la dirigenta que hace unos días ha muerto, “y que nos hace tanta falta”, para enviarle “un abrazo más grande” con todas las presentes. Siento el calor en la cara, el corazón encogido y las ganas de llorar por esa forma de traer a la que no está. Veo los ojos brillantes de mis amigas. Respiro, y sigo escuchando. El discurso continúa: acá podemos reunirnos para ver quién es la que habla más bonito, la que juega mejor, la que está más buena. Y nos podemos ir pensando que ganamos, pero sabemos que en realidad, nadie gana. Por eso acá las invitamos a compartir, a cooperar. Porque somos un bosque, todas distintas, todas juntas. Esta vez dejo caer las lágrimas.
Si buscábamos sentido y resultados del encuentro, ese momento ya era suficiente: estábamos ahí para abrazarnos y honrarnos, las que están y las que no están; y para hacerlo hoy, ahora, no después de resueltos todos los conflictos, no al final de la revolución, incluso atravesando la muerte. Nos damos cuenta que hemos venido para tener la experiencia de estar juntas, habitándonos en este presente y en este lugar, encontrándonos en todos los lenguajes posibles: artes, deportes, diálogos políticos. Todo está conectado en este espacio y ocurre simultáneamente, con un orden sin prisas. A solas, pienso que una de las fuerzas de las mujeres zapatistas radica en el poder afectivo de su presencia.
El Encuentro Mujeres que Luchan instaló esta afectividad al centro del proceso. El ejercicio práctico y cotidiano del encuentro por el sentido profundo y en sí mismo del acto de conectar, resulta consistente y coherente con la cosmovisión tojolabal presente en el movimiento zapatista (Lenkersdorf, 2008, “Aprender a escuchar”, México, Plaza y Valdés), que reconoce la vida como tejido y trama; y donde cada ser (humano y no humano) no es un individuo aparte, sino una hebra en movimiento en el tejido del mundo. Bastante lejos de la racionalidad instrumental, sostenida por individuos que no resisten el sentido en sí mismo del proceso, buscando resultados y avances (y no llegando, justamente por desatender el proceso). Despejada la mirada de las metas y proyecciones, todo tiene valor, todo importa porque todo moviliza. Nada es irrelevante y nadie compite por ser “más”.
El fútbol que inicia después del acto resulta ser una evidencia de estos principios: cada vez que hay un gol, los equipos anotan frases bellas y se celebra a ambos por igual. Efectivamente, nadie gana porque todas juegan. Después de almorzar unos elotes (choclos) bastante adictivos, fuimos testigo de las zapatistas creando: nos regalaron su música, su teatro, su danza. A diferencia del arte occidental, con foco en la obra, lo central de estas creaciones estaba puesto en la participación, no en el refinamiento. Una tras otra se suceden creaciones colectivas. Pasan más de 100 mujeres por el escenario. En varios momentos nos comparten relatos de experiencias, con una constante: la lucha que las mujeres dieron dentro del movimiento para ser reconocidas como pares y ocupar espacios de acción y decisión dentro del zapatismo. No fue fácil. Han tenido que pelear contra el machismo de sus pares para llegar donde están ahora. El macho opresor está en el Estado, en el mercado, en el pueblo y en la casa, como ellas mismas cuentan una y otra vez.
Al día siguiente, me incorporo a todos los espacios de danza que puedo; y hay muchos. También me integro a escuchar y aprender en los espacios de conversación. En este contexto me toca dar un taller, donde más que enseñar, aprendo cómo escuchan las zapatistas. En todos los talleres, había al menos 20 mujeres del movimiento participando y escuchando con toda su presencia. Acogiéndonos a nosotras, las visitantes, fundamentalmente para conocernos y para estar juntas, para saber quiénes éramos, para hacer el abrazo y el bosque más grande, como nos dio a entender la comandanta el primer día. Disfrutando, riendo mucho también. Me sumo a la fiesta de la noche, escuchando rancheras rebeldes. Me duermo tarde y por la mañana, con mis dos compañeras, ahora hermanas, tomamos café y nos preparamos para regresar a Chile.
En esta breve pero intensa experiencia, pude comprobar cómo los afectos, que desde la tradición occidental y patriarcal han sido reprimidos y que por tantos activistas políticos han sido minimizados en su importancia, estaban allí encarnados, legitimados y habitables. Como describen Navarro y Hernández (2010), las situaciones como las que viven las mujeres en resistencia frente a la violencia patriarcal y capitalista, donde la muerte es una posibilidad vívida y constante, “concentran emociones íntimas que suelen compartirse en los espacios de deliberación y organización (….) Hacen público lo que cotidianamente se vive y procesa de manera individual” (Navarro y Hernández, 2010: 89). Este encuentro nos permitió conectar aquello que sentíamos, soñábamos y deseábamos las 6 mil mujeres presentes tenía lugar; y de un modo muy distinto al que yo conocía por Foros y Cumbres internacionales. Confirmó, claramente, que una revolución sin cuerpos que co-crean, se escuchan, se cuidan y se conmueven no es mi revolución.
Constato que una
de las bases de esta presencia y conexión es la escucha profunda. No
una escucha pasiva, indolente, que espera el turno para hablar. En
occidente hemos puesto todo el foco en la palabra hablada y en el
futuro decir, rebatiendo lo dicho por “el otro” con el fin de
triunfar argumentalmente. Mientras que la presencia escuchante
moviliza el encuentro y lo instala en el presente. Nos “empareja”,
como dicen los tojolabales (Lenkersdorf, 2008). Escuchar es lo que
nos vuelve “nosotras”; lo que nos hace ser-con-otras. Escuchar
así nos invita -y obliga- a hacernos co-responsables, necesariamente
democráticas y activamente cuidadoras del “nosotras”. Así, se
facilita el diálogo y el tránsito por las diferencias. Así lo
describe Ahmed (2015):
“Mediante el
trabajo de escuchar a los otros, de escuchar la fuerza de su dolor y
la energía de su indignación, de aprender a sorprenderse ante todo
aquello contra lo que nos sentimos enfrentadas; a través de todo
esto, se forma un “nosotras” y se establece un vínculo (…)”
(Ahmed, 205:285) .
El tejido y el bosque son fuertes, no duros; su fuerza está en el entrelazamiento. En este tejido, todas somos todas, no “una”. Por eso, si estamos contra algo, es contra lo que no escucha y separa, contra lo que oprime y enemista, contra lo que abusa y mata. La fuerza con la que luchamos está, como aprendimos en este Encuentro, en reconocernos hebras vivas, bosque, tejido y telar, aquí mismo, ahora mismo. Una planificación orientada a fines, si no tiene en cuenta la escucha, la trama y los afectos, se vuelve autoritaria y hegemonizante.
Para finalizar, traigo aquí una imagen inolvidable: en plena oscuridad, en un minuto de silencio, cada zapatista enciende una luz. Por ellas, por todas las que estamos y por las que no están. Así es el pueblo de nuestras hermanas, y también puede ser el nuestro.
P.S: La primera versión de este relato la escribí en mayo de 2018. Un año y medio después, la retomo habiendo leído “Un verano kurdo”, de Zekine Türkeri (2016). En su relato, Türkeri nos cuenta las historias de mujeres que luchan en Rojava contra el Daesh (Estado Islámico) y la invasión del ejército turco. ¿Qué tienen en común con las zapatistas? Son cuerpos de mujeres que se enfrentan a las balas de ejércitos de hombres armados hasta los dientes, en defensa de su vida y la de sus pueblos, frente al desplazamiento, el hambre, la humillación, la violación y el asesinato a una escala que excede lo imaginable. Y que contra todo pronóstico, pero no sin fundamento, consiguen crear comunidades feministas, sustentables y democráticas, en el desierto las kurdas y en la selva las tojolabales.
Referencias
Ahmed, Sara
(2015) “La política cultural de las emociones”. México, UNAM
Lenkersdorf,
Carlos. (2008), “Aprender a escuchar”, México, Editorial Plaza y
Valdés
Navarro, Mina y
Hernández, Oliver (2010). “Antagonismo social de las luchas
socioambientales en México. Cuerpo, emociones y subjetividad como
terreno de lucha contra la afectación”. Revista Latinoamericana de
Estudios sobre Cuerpo, Emociones y Sociedad, n°4, año 2, pp 77-92.
Turkeri, Zekine
(2016). “Un verano kurdo”. Barcelona, Descontrol Editorial.
Por María Paz Aedo